domingo, 22 de mayo de 2016

La rosa tatuada.

Desde "Nuestra clase", allá por 2012... no he visto ningún espectáculo de Carme Portaceli que me haya tocado.
Decía el otro día un genio amigo que si vas a un espectáculo en el que no te está moviendo nada de lo que ves, lo mejor, en vez de ponerte en el pedestal de "esto no va conmigo", es intentar buscar algo que te provoque, que te guste, algo que te salve. Gracias, Roberto Enríquez por ser tan exageradamente bueno.
Cuando este Fortimbrás pisó por primera vez el escenario del María Guerrero con la mirada fija en el futuro y la palabra "tenacidad" escrita en la frente, nunca habría imaginado que 30 casi años después camparía a sus anchas dominando lo imposible y disfrutando de esa nube dulce y ese cartel apoteósico.



Este espectáculo digamos que es... desacertado.
Buena envoltura. Escenografía graciosa. Aunque no sé por qué hay elementos que bajan y suben porque sí, cuando podrían estar ahí todo el tiempo. El toque naif de convertir la casa de Serafina en una especie de "recortable" le da un tono infantiloide o simplista que reduce la trama y el tono a una comedieta casi vodevilesca. Además hay cosas que no me cuadran. No con este espectáculo, sino siempre. Me refiero a que si marcas un espacio y lo delimitas y le das sentido durante la primera media hora, no puede ser que de repente, porque sí, lo que hasta ahora eran paredes dejen de serlo y la gente atraviese muros, no respete "puertas" y corran atravesando ese espacio. En definitiva, un espacio ampuloso pero que resta intimidad a lo que sucede aunque tampoco es un espacio expuesto al vecindario y a sus comentarios y censuras.
Luces correctas. La música es más delicada. No termino de asumir las cancioncillas que se cantan. Se cantan un par de ellas y ya está. Ni son un elemento dramático ni nada. Cantan un par así al principio y luego nada. Gratuitas, vacías y que únicamente distraen,
La elección de Portaceli de contar esta historia de culpas, pecados, amor, deseo, necesidad, dependencia y mucha suciedad como si se tratara de una comedia romántica de colores pastel y gente mona y aséptica es lícita, evidentemente, pero en mi modestísima opinión, aniquila cualquier dosis de  carga de profundidad de las que tiene el texto. Portaceli es muy dueña de coger lo que quiera del texto y de separar las capas como quiera para decidir qué y desde dónde nos lo quiere contar. Pero decidirse por un Tennessee Willliams para contar la capa superficial y edulcorada de una historia amarga y ácida me parece un desperdicio. Pero vamos, cada uno decide y cada uno elige.
Y fíjate, hay un detalle que puede parecer una chorrada pero que a mí me chirrió mogollón. En un momento dado, Mangiacavallo habla por le móvil con su jefe. A ver, si tiene móvil es que estamos como mucho a finales del siglo XX o en le siglo XXI. Pongamos que son los noventa; en los noventa No se daría este conflicto. Ni se daría de esa forma, la niña estaría más que harta de darle alegrías al cuerpo, el marinero ni te cuento... Vamos, que para los cincuenta vale, pero para los noventa... como que ya no.
El tono general es frívolo y poco o nada profundo. Bueno, es la opción de Portaceli. Pero convertir la escena de la vecina insufrible con voz de pito y el travestido... es casi como convertir una disputa entre italianas pasionales en un teatrillo de José Luis Moreno. Almíbar, superficie, velocidad, conflictos básicos y sin nada de peso... todo fluye a nivel de la epidermis hasta que aparece Roberto Enríquez.



Aitana está guapísima al comienzo de la función. Y monísima vestida. Pero luego descubrimos la falta de solidez, de temperamento y de raza salvaje de italiana fanática y sexualmente hiperactiva. Está muy, pero que muy entregada y dándolo todo, pero se queda escasa de sangre. Alba Flores no me resulta convincente como hija virginal, sometida y con una rebeldía moderadamente beligerante. Sabe perfectamente lo que hace y lo que hace está bien. Maneja bien el escenario y lo pisa con solidez, pero... creo que a ella tampoco le va el papel.
Los secundarios son correctos algunos e insufribles otros. Pero bueno, hacen lo que les han dicho.



Y Roberto. Roberto (y sus orejas de plástico) sale y aplasta todo a su paso. He dicho mil veces y lo repetiré hasta que se me caiga a cachos la lengua, que Roberto es de los mejores si no el mejor actor de su generación. Y aquí lo vuelve a demostrar. Sale y pisa el escenario con otra densidad. Domina cada gesto, cada impulso y cada intención. Quizá la brutalidad esa de empotrador que taladra a Serafina sólo con moverse delante de ella quede empañado no por la falta de sexualidad de Roberto sino por la puesta en escena sexualmente fría y nada apasionada. Si Serafina decide después de tanto tiempo meter a este hombretón en su cama es porque este camionero tiene que desprender electricidad y testosterona. Tanta que ablande el caparazón de Serafina. Y por la puesta en escena casi parece más un vodevil que una seducción en vivo. Serafina tiene que derretirse ante la idea de tener a ese hombre encima, debajo y dentro. Sin embargo aquí casi te los imaginas echando un parchís. Entre risas, sí, pero un parchís.
Creo que Roberto aparece y se divierte. Se lo pasa de maravilla y disfruta como un descosido haciendo un papel con muchísima menos carga interior que otros papeles a los que nos tiene acostumbrados. Su Fausto antológico (de la mano ese genio que era Pandur) ni por asomo se acerca a este Mangiacavallo. No digo que sea un personaje fácil ni básico, sino que el nivel de profundidad emocional y de compromiso del actor es totalmente distinto a otros papeles de esos densos que borda Roberto. Es más, creo que Roberto no concibe el trabajo si no va unido siempre al compromiso total y en todos los sentidos. y aquí hace lo mismo. Investiga, comprende, salva y entrega todo a este personaje. Pero desde luego, no es Fausto (ni falta que hace). Y Roberto, en su inmensa capacidad de vivir otras vidas, se apropia del cuerpazo de Mangiacavallo y domina todos los aspectos escénicos de tal forma, que sólo le queda disfrutar, relajarse, gozar, divertirse y reírse todo lo posible. Y sentirse hinchado y satisfecho de ver que Fontimbrás pisa con pies de gigante en el templo del teatro. Mangiacavallo consigue un nivel decididamente humano y más real y cercano que el macho alfa que dibuja Williams.
Realemente es una lástima ver estos teatros y sobre todo estas instituciones de lo que han sido a lo que son hoy. De estar en manos de los mejores directores, gestores y creadores del panorama mundial rodeados siempre de los mejores equipos a lo que se han llegado a convertir; en sitios acomodados y chiquititos con aspiraciones acomodadas y chiquititas enfocadas a un público acomodado y chiquitito. Afortunadamente siempre habrá un Roberto Enríquez que convierta en oro su trabajo en espectáculos acomodados y chiquititos.    

      

1 comentario: