lunes, 23 de abril de 2018

Elvira. Pavón Teatro Kamikaze.

Lo que no puede ser es que uno se suba a un escenario y no esté comprometido con el escenario. 



Recuerdo con cariño y nostalgia el antiguo Festival de Otoño, cuando se celebraba en otoño y era un festival. Había que comprar las entradas en las taquillas de los teatros y ese mes era una locura para poder verlo todo. Yo me guardaba un dinerillo de lo que ganaba con mis bolos para gastármelo en ver lo mejor de cada casa. Este año, gracias a la amorosa e hiperprofesional labor de Carlos Aladro y de su equipo, al menos hemos podido ver una selección gloriosa de lo mejor que se hace en el mundo. Ese era antaño el espíritu del festival y ese es ahora. Sólo falta que sea en otoño y que nos estresemos para cuadrar agendas. 
A lo que voy; este año hemos visto joyas, algunas de ellas con la palabra como eje. De la palabra barroca y rellena de carne y de sentido de "Pequeño misterio ácrata" de Mauricio Kartun, posiblemente uno de los mejores espectáculos vistos en Madrid este año a la palabra sonoramente sólida de esta "Elvira". Sonoramente sólida. Punto.

Pasa una cosa y es que si viene a Madrid alguien con la fama (y el talento, por supuesto) de Toni Servillo, las entradas vuelan. Todo vendido en minutos. Normal. Como normal es que todos demos por hecho y a priori que lo que vamos a ver va a ser una joya. Yo confieso que en mi prejuicio, en mi juicio previo, partía de la seguridad de que "Elvira" iba a ser una joya. Luego uno entra al teatro, nervioso por ir a ver una joya, se apaga la luz, comienza la vida sobre el escenario y te encuentras con lo que se produce realmente sobre el escenario. O entre el escenario y tú. Ese día, entre lo que ves y lo que tú eres esa noche, cómo estás, cómo eres y cómo te dejas. Eso pasa siempre. Pero también parece que es necesario explicar por qué algo tan incontestable como "Elvira" me dejó como estaba. 

Me pasa con muchos espectáculos; que los veo y confieso que son impecables, cada gesto, cada frase cada tono, cada mirada están en su sitio, son impolutos, impecables, intachables, limpitos y precisos. Pero para mi percepción del espectáculo les falta vida. Les falta nacer y "ser" en ese momento. Tengo la sensación de que sí, de que son perfectas, pero que si veo la función de ayer y veo la de mañana van a ser exactas. Siento que la función es siempre la misma. Exacta, clavada. Y puede que sea porque el proceso creativo ha sido bueno, se ha llegado a donde ellos querían, y lo han fijado. Sí, claro que hay que fijar y hay cosas que tienen que ser iguales porque la función es la misma, el texto es el mismo, el espectáculo es el mismo. Pero también es otro. Y tiene que ser otro. Porque eso es lo jodido del teatro; que siendo todos los días lo mismo, sea nuevo, nazca en ese momento. Que los actores vean nacer la energía esa tarde, la recojan, la utilicen y la expriman para hacer entre todos, la función única, la de cada día. La función viva. Si eso no pasa, las funciones serán perfectas, pero estarán disecadas. Perfectamente disecadas, pero disecadas. Y es que lo que no puede ser es que uno se suba a un escenario y no esté comprometido con el escenario. Puedes ser un funcionario de la escena impecable, incluso magistral, el más grande, pero no será un espectáculo vivo. Al menos para alguien no lo será. Y no digo que yo sea más listo que nadie ni tenga la sensibilidad en otra parte del cuerpo, para nada, solo digo que a mí no me coló, le vi el cartón. O esa fue mi sensación. 
Obviamente es un gran espectáculo. Indiscutible. Y escuchar a Toni Servillo es música. Qué gusto da oír las palabras cuando las palabras son seres vivos. Cuando las palabras son música, son notas que suenan y resuenan desde la maestría del que sabe lo que dice, por qué lo dice y para qué lo dice. Y se regodea en su propio sonido. Un gustazo cerrar los ojos y simplemente escuchar el sonido de sus palabras. 



Pero en mí se produjo desde el principio una especie de cortocircuito entre lo que estaba oyendo y lo que estaba viendo. 
Louis Jouvet trabaja con una joven actriz y alumna, Claudia en el París del año 40. Ella intenta preparar y descubrir el monólogo final de Doña Elvira. La forma de trabajar de Claudia no le gusta al director y este pide a la actriz que trabaje desde la emoción. Porque el teatro sin emoción no es verdadero teatro. 
Año 40, Stanislavski ha muerto hace nada y el método está extendido. Guay. El personaje de Servillo defiende que el teatro debe buscar el sentimiento, que la actriz ha de encontrar las emociones del personaje para así poder trasmitirlas. Sin artificios escénicos. Sólo con la pura emoción. 
Sin embargo lo que yo veo es una función disecada, una función que me hace sospechar lo que decía antes, que es clavada a la función de ayer y será clavada a la de mañana. Magistralmente montada, sí, minuciosa y detallista, pero YO sospecho que es y será la misma. Por eso me cortocircuito, porque me cuentan una cosa, la defensa de los sentimientos reales como única forma de acercarse a un personaje y a un espectáculo pero lo que veo es justo lo contrario. Insisto, esto es lo que YO siento, no digo que sea verdad. Que aquí a veces hay que cogérsela con papel de fumar...
El maestro hace uno, dos, tres, dieciséis análisis del texto, desgrana las palabras en un trabajo de mesa que quizá debería ser todo el curro previo a empezar a montar. Pero bueno. Yo lo que veía era a Servillo destripando una y otra y otra y otra vez el texto y pidiendo sentimientos, emociones sinceras y reales. Sin embargo lo que va marcando a la actriz es que entre más despacio para crear mayor impacto, que no haga pausas porque escénicamente no funcionan, ahora que no, que entre más deprisa... en fin... que en realidad está marcando justamente los recursos escénicos que le pide a la chica que NO utilice. 



En medio de ese cortocircuito mental mío entre lo que me dicen y lo que veo confieso que el texto da muchas vueltas sobre lo mismo. La misma escena se repite una y otra vez con el único aliciente de escuchar la melodía de la voz y la forma de hablar de Servillo y las mutaciones que sufre esa inmensa actriz que es Petra Valentini. Lo siento mucho pero me parece que ella es la verdadera ganadora de la función. Cuando ves que esta acorralada y que ni ella sabe cómo ni desde dónde retomar el texto otra vez, ella da un giro y te sorprende rebuscando en su interior el matiz minúsculo que marca la diferencia. Sinceramente, Petra Valentini me pareció prodigiosa. 
Además... y esto ya es una cosa personal... yo no creo que haya que buscar el sentimiento real ni la emoción verdadera. Sí y no. Lo que hay que conseguir es que el que mira se emocione, no que se emocione el actor. O no siempre. O no como regla, o no como axioma. Otra cosa es trabajar desde la sinceridad, buscando la verdad y desde la honradez. Eso sí, claro, siempre. Hay que ser honesto con las palabras, con lo que significan, con el hecho de elegir unas y no otras y de darles sentido desde ti con los seres que comparten el compromiso contigo. Pero la verdad de los sentimientos, las emociones reales, etc... sí pero no. Yo creo más en vivir y hacer nacer el momento único y especial, en alimentarlo y darle espacio. Y dejar que viva. Que sí, que lo otro también, pero esto más, jajaja.
Por cierto... hablaban de emociones sinceras y sentimientos reales pero solo se ocupaban de buscar los recovecos del texto, no buscaban las emociones de la actriz. Solo cuál era el significado real de las palabras y cuál debería ser el resultado final. De la búsqueda de la emoción de la actriz, nada. 
Aunque claro, esto es el texto y uno puede o no estar de acuerdo con el texto. 

Bueno, pues eso, que yo aquí haciendo amigos, como siempre.  
Pero insisto en que eso es lo que yo veía, lo que yo oía y lo que yo sentía. Tres cosas que no llegaron a juntarse. Y es una pena, porque con lo bien que suenan las palabras dichas como las dice Servillo y con un actrizón como Petra Valentini habría dado lo que fuera por haber salido más tocado.            

        

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