sábado, 4 de octubre de 2014

En el desierto. Matadero.





Creo que ya lo he dicho más veces, pero insisto. De todas las artes escénicas, la danza es la más maltratada. La gente que se dedica a la danza necesita muchísima más preparación y durante mucho más tiempo que cualquiera. Y si encima te dedicas a la danza como un paso más allá de la expresión, ni te cuento. En ese desierto en el que está o al que quieren llevar a la cultura nuestros políticos burócratas con sus tarjetas negras y sus sueldos en B, se mueven y sobreviven la danza, los danzantes y los actuantes. Los revolucionarios que se/nos dedicamos a aquello llamado cultura, camuflados como los fasmatodeos para sobrevivir. Ya lo dice Chevi en ese prólogo dedicado a la belleza y en situar una obra maestra indiscutible, la Tosca de la Callas. Lo dice clarito: "no podemos dejar que privaticen esto" mientras te lleva al escenario, te hace partícipe de su reivindicación, te pone en su lugar y te muestra  ese paisaje tan bello como la aurora boreal como es un patio de butacas.




Coño, que me lío. Pues eso, que la cultura vive en el desierto porque no le quedan más cojones y aunque vivamos en islas minúsculas, reconociendo que nos necesitamos y tirando los unos de los otros en determinados momentos, la única solución es camuflarse como Ernesto Alterio, su piano y sus amigos de gris. O correr hacia la oscuridad o buscar refugio como David Picazo y Sara Manzanos. O recordar cuando éramos mitos, cuando éramos estrellas, cuando se valoraba a los valientes que se dedicaban a la escena como hace la prodigiosa Maru Valdivielso y todos sus compañeros de negro. O vivir en el recuerdo como Pastora/Alberto Velasco, mito indiscutible. Todo menos dejarse vencer como Ana Erdozain. Hay que buscar soluciones, porque en este desierto al que nos han arrastrado, camuflados o no, debemos tratar de convertir los ruidos en música y no dejar de sonreír. Es fácil; sólo hay que llevar la comisura derecha de la boca hacia le ojo derecho y la izquierda al ojo izquierdo. Y si dejamos las luchas y las tensiones y juntamos todas nuestras islas y construimos un espacio común en el que vivamos todos juntos (apretujados, pero juntos), entonces todos volveremos a sonreír, a construir un escenario nuevo y a brillar como las luciérnagas.




El grupo de actores es asombroso y brutal de primer al último. Los que hablan, los que bailan, los que se derrumban, los que se desparraman, los que buscan y los que se arrastran. Que yo personalmente tenga debilidad por Alberto y por Maru es cosa mía, porque TODOS están brutales. Y si no... a ver qué me decís de la potencia de la mirada de Ana. Chevi es el demiurgo que junta todos estos talentos y el que consigue, como por arte de magia, que todo el conjunto sea prodigioso, terrorífico y tremendamente optimista incluso desde la oscuridad. Además Chevi tiene lo que yo llamo "ojos de llorar". Es un algo en la mirada que hace que a pesar de sonreír, por debajo te imagines esos ojos llorando. Quizá sea eso que no puede ocultar una mirada, una sensibilidad fuera de lo común, que hace que se escape entre sonrisas esa sombra de poder ver que esos ojos lloran. Lo mejor es que esa mirada es la que inunda todo su trabajo. Guillem Clua da una lección de cómo administrar los espacios, las luces, los ritmos y convierte esta danza de los espectros en un baile optimista. Fantástico. Fabulosa la música que inunda todo el escenario. David Picazo vuelve a dar una lección de cómo iluminar el fracaso. Pone luz donde sólo hay sombras y crea sombras donde sólo hay destrucción. Genial de nuevo. Emilio Valenzuela crea una escenografía fantasmagórica como salida de un cuadro. Islas mágicas y tristes, partes de un puzzle compuesto de mil deshechos humanos. Vestuario de Ana López Cobos y  María Calderón que debería pasar a la historia. El figurín de Maru y el vestidazo de Alberto son antológicos. Por lo preciosos y por la fuerza simbólica que tienen. La producción de Amanda García, Luciana Pattin y Eva Marcelo asombrosa y toda una demostración de la importancia de una producción sensible y efectiva. Los textos de Guillem Clua y de (San) Pablo Messiez... en fin... son dos debilidades. Simbolismo, poesía, dureza, muerte, esperanza, todos los elementos que ayudan en este recorrido desde el desierto más inhumano y casi apocalíptico de un mundo con la cultura secuestrada y torturada y hacia la isla común de todos los que antes éramos estrellas y que debemos evitar que nos lleven definitivamente a morir sin sonrisa y dejándonos vencer en el desierto. 
   


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