lunes, 21 de septiembre de 2015

Humpday. La pensión de las pulgas.

No me digas que a veces no estás hasta el coño de ver cosas rarunas porque sí. De presenciar berenjenales de esos en los que se mete la peña y de los que ni ellos mismos saben salir. Como si lo raro fuera de por sí bueno y lo hermético, de calidad. Pues chico, yo casi que prefiero ir al teatro, divertirme con un historia cachonda (pero de las envenenadas, de las que molan) y salir con la sonrisilla puesta tras haberme comido un pastelito envenenado y servido con un arte poco común. El de su directora y sus intérpretes. 



Yo la peli no la he visto, y me da a mí que no la veré. Así que llegué a La pensión de las pulgas totalmente virgen. Bueno, digamos... inmaculado (en esta "crítica" hay ciertas palabras que... escuecen). Vamos, que no tenía ni pajolera de qué iba esto. Claro que jugaba sobre terreno fiable. Dando carne... digo dando vida a los protas, nada más y nada menos que Concha Delgado, Javier Ruiz de Somavía y Andres Gertrudix. Y a los mandos Raquel Pérez. No hay que decir nada más. Un ser superior con una inteligencia dramática (teatral) tan apabullante que cualquier sitio al que llegues tú, ella ya lo ha visitado. Es tremenda la tía. Y buena. Cojonuda. Acojonante. Brutal. Bestial. Una apisonadora. Y como directora maneja todas sus armas con la misma maestría. Controla las escenas como si fueran una comedia de Howard Hawks, con un sentido del ritmo y del crescendo certero y sin el más mínimo titubeo. Sabe qué quiere contar, cómo hacerlo y desde dónde. Con eso está todo dicho. Y encima les ha abierto unas puertas interesantísimas a sus actores y ellos como buenos intérpretes que son, han pillado el filón y componen un trío histórico. 
En comedia lo principal es el ritmo. La dosificación de los recursos y de los tempos para conseguir que el interés no decaiga y que a la vez resulte creíble, verosímil y asombrosamente real lo irreal. Existe la tentación de querer darlo todo desde el principio pero aquí ninguna de los implicados cede ante esa manzana envenenada. El arranque (en off) marca ya una filosofía. Y de ahí no se mueve ni cuando el poderío de sus actores habría podido hacer que se decantara el asunto más por el desenfreno. La inteligencia y la mesura envuelve todo el curro.
El texto es un caramelo de estos rellenos de pus. Bajo la primera capa, la de la comedia hay una reflexión sobre la madurez o mejor dicho, sobre el paso del tiempo y sobre la eterna duda que te invade al llegar a cierta edad: ¿habré hecho bien? ¿Habré exprimido mi vida como yo he querido? ¿Habré cumplido mis sueños, aquellos que tenía de joven, cuando todo era energía, ímpetu y gónadas? ¿He renunciado a mis sueños? ¿Tener pareja y querer tener un hijo es haber fracasado? ¿Es más burgués una vida en pareja o una vida aventurera pero para evitar los compromisos? Y luego otra capa más, el deseo oculto, el morbo soterrado, la amistad calentona, el "soy tu amigo pero me pones...", esos frenos autoimpuestos que a veces entierran muchas verdades. Las etiquetas. Las jodías etiquetas. Los miedos. Y el egoísmo. Ay, el egoísmo. Ese que hace que te cuides y te protejas a ti mismo y te consientas todo pero NO a los demás. 
Elementos en definitiva, de duda existencial moderno burguesa que en realidad nos tocan los cojones a todos, más o menos, antes o después. La vida misma. Ahí es ná.




Y ahí tienes a eso tres monstruos en escena. Javier Ruiz de Somavía es un prodigio de naturalidad, de implicación emocional y física, de entrega y de generosidad. El Hugo que compone es un perfecto tocahuevos, el amigo amado y entrañable pero al que le pegarías un tiro. El odiado por tu madre y deseado por tu hermana. Un jodío sinvergüenza que aquí tiene la cara y el cuerpo (y mejor me ahorro los calificativos) pero que podían ser los de Cary Grant. Tiene ese cinismo, ese carisma, ese encanto, ese polvo y esa elegancia sinvergüenza. Fabuloso. Andrés Gertrudix, se acerca por primera vez a la comedia. Pero vamos, porque lo dice él porque es como si hubiera nacido para esto. te descojonas con él. Es un total y absoluto soplapollas. Tierno, metepatas, torpe, liante, te lo quieres comer y le quieres abofetear. Y tiene una guasa y un cachondeo interno que hace que se le escape la comedia sin querer. es asombroso cómo Banquo puede tener este nivel de cachondeo y de juego en las venas. Me quito el sombrero una y cien veces antes eset Woody Allen. Pero es que lo que hace Concha Delgado... es titánico. Su personaje, pobre, es el que a priori, menos miga tiene. Está como recibiendo. Reacciona a lo que ocurre pero no provoca mucho. Eso es lo peor y lo más difícil para un actor. Pero Concha, inteligente y más lista que un ratón colorao, saca la verdad de cada palabra, CREA en cada momento una acción concreta y una verdad. Las crea y las vive. Y consigue que esta mujer, que haga lo que haga y diga lo que diga la va a cagar, lo cual acaba sucediendo, sea el motor invisible de la acción. Saca vida, verdad, compromiso y estremecimiento e indignación en cada mirada, en la tensión corporal, en cómo mueve las manos, en cómo gira, el cómo respira. Y con un trabajo vocal ejemplar. A ver si más de una (y de uno) aprende a tener la voz en el sitio perfecto y a saber usarla, a gritar y a proyectar o susurrar y que todo se entienda y transmita. Para mi gusto, sin duda, Concha se enfrenta a lo más difícil y consigue un trabajo prodigioso. Ella podría ser una Katherine Hepburn así, tal cual. Encima es que la pobre recibe por tos laos y no puede evitar caer mal. Mal no, pero sí ser la "antipática", porque ellos son tan...



En definitiva, un trabajazo ejemplar. En sus aspiraciones terrenales y certeras pero bastante más densas de lo que puedan parecer. Trabajo sacado adelante con inteligencia, serenidad y un sentido prodigioso de los recursos. Dirigido sabiamente y con tres seres tocados por las musas. Javier, Andrés y sobre todo Concha, que están para comértelos. Pero vamos, literalmente.              

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