Comienza la temporada en el Real con un grandioso Verdi lleno de pasiones, arrebatos, celos, muerte, amor y torbellinos. Pasión y vigor que no terminan de aparecer en el escenario.
Vayamos por partes.
La escenografía de Jon Morell no me gustó demasiado. Cumple su función en el primer acto, cuando cobija el pueblo y las escenas en exteriores. Pero funciona peor cuando se trata de interiores. El dormitorio y base de operaciones del matrimonio protagonista creo que necesita más calor, más intimidad, una buena cama y la cercanía de un dormitorio. En general, la escenografía se quedaba fría e impersonal salvo en el primer acto. Lo de ver a la pobre Desdémona durmiendo ahí arrinconada junto a un muro...
Las luces de Adam Silverman tenían un par de momentos interesantes, con las sombras proyectadas en los muros y esas figuras inquietantes avanzando. Pero por lo demás, dejaban demasiadas zonas oscuras. Oscuras no, sucias, mal iluminadas, oscuras pero no en sombra sino oscuras, vacías de luz.
Los figurines de Jon Morell tampoco es que fueran especialmente potentes. Suenas un poco a ropas ya usadas. es como si hubieran entrado en la sastrería del Real y hubieran escogido ropas de otras funciones. Ni el pañuelo era especialmente llamativo o identificable ni los personajes tenían reflejado en sus ropas ningún aspecto de su personalidad. Otello podía haber sido más Otello y Desdémona más Desdémona.
La dirección escénica de David Alden es tan lógica y tan previsible que no aporta ninguna pasión. Personajes deambulando, apareciendo porque sí cuando se les nombra y buscando más la foto fija que una naturalidad aunque sea medianamente impostada. Si "Alcina" era fría e impersonal, este arrebatado "Otello" es falto de pasión y de hormonas. En definitiva Otello es una historia sobre violencia de género y si casi no hay violencia (ni siquiera latente o potencial) y hay poco género... Shakespeare tiene alguna obra bastante desconcertante. Si "La fierecilla domada" habla de un señor que consigue amaestrar a un chica independiente y libre a hostia limpia, "Otelo" es la historia de un tarado manipulado por otro tarado y que enferma de celos hasta convertirse en un asesino de género. De héroe tiene poco. En fin, que tiene que haber muuuucha tensión, muuuucha violencia soterrada y muuuucho terror por debajo. Y de eso había más bien poco.
La batuta del maestro Renato Palumbo sí estuvo a la altura de Verdi. Tras un primer acto vigoroso y potente ralentizó la batuta y le quitó peso para pasar a los momentos más dramáticamente potentorros. Dúos bien medidos y arias respetuosas. Llevó por muy buen camino a la orquesta del Real y permitió que los artistas se lucieran. Evidentemente le plato fuerte sobre todo musicalmente fue el comienzo del acto cuarto. El coro del Real también tuvo ocasión de lucirse como en ellos es habitual.
Gregory Kunde cantó de maravilla. Aunque tenía un toque rasposo en alguna nota media, subía y bajaba alegremente y aunque la pasión como ya he dicho no es que inundase el escenario, se le veía suelto en su personaje, al que conoce a la perfección. Vocalmente se lució cuando tuvo ocasión y escénicamente estuvo bien, aunque quizá un poco frío. Había veces en que las cosas pasaban porque tenían que pasar, no porque realmente estuvieran sucediendo.
George Petean, quizá por la caña que le han dado, estuvo muy bien. Vocalmente llegó bien a todo y lució bastante más voz y empaque que en los "Puritani" del año pasado. Pelín ahogado en las notas más bajas pero con buena textura en toda la representación. Quizá en algún momento salía así como con cara de "malote", pero en general cantó y actuó bien.
Ermonela Jaho, la cantante albanesa cantó bien su grandiosa parte del acto cuarto. Sinceramente, me parece que es una cantante un poco sobrevalorada. A ver, canta bien y tiene buenos agudos. Graves no tanto. Una voz ágil y unos pianos infinitos. Pero ni tiene un timbre especialmente bello ni personal. Para mi gusto abusa bastante de esos pianos. Quedan muy chulos en muchos momentos, dan un lirismo precioso, te hacen levantarte en el asiento pero sería mejor si fueran un recurso, no una forma de cantar. Es imposible que todo el papel de Desdémona lo cante con esa proliferación de pianísimos. En ciertos momentos, guay, pero no todo el rato. En el aria del acto cuarto quedaban preciosos y en el "Ave María" ni te cuento, pero... ya. Ermonela, mide, dosifica. Porque voz tiene. Y cuando la suelta y saca chorro, tiene chorro. Luego hay otra cosa que me pasa con ella y esto sí que es una cuestión de puro y simple gusto personal (bueno, como todo) y es que no me gusta que cante tooooodo el rato con la cabeza ladeada. Es como si tuviera un imán en el hombro y un trozo de metal en la oreja. Estuvo casi toda la función, sobre todo al cantar, con la cabeza ladeada. Supongo que quizá sea un tic que le de a ella la sensación de que le facilita cantar. Hay otras cantantes que hacen lo mismo como Amarilli Nizza o Barbara Frittoli. Confieso que es un gesto que me pone muy nervioso porque no creo que ayude a nadie a emitir mejor, sino al contrario. Cuanto más tuerzas la cabeza, más estrangularás la garganta. En fin, imagino que son vicios pero a mí no me gustan nada. Cierto que da un aire de dulzura monísimo a veces, pero como con todo, el abuso hace que pierda fuerza. El "Ave María" sin embargo lo cantó con el gesto y la mirada fijos y ganó mil puntos en expresividad. Ermonela Jaho es una estrella mundial, así que evidentemente el problema es mío, no de ella.
El resto del reparto cantó bien.
En definitiva la sensación que saqué fue que el montaje es correcto, bien hecho, con todo correctamente en su sitio, con un gran Kunde, un buen Petean y una buena Ermonela. Pero sin mucha emoción. Es de eso montajes correctos, bien, limpios y que dentro de un tiempo será poco recordable.
Aquí podrás leer MI opinión sobre los espectáculos que voy viendo. Insisto en que es MI opinión, nada mas. No pretendo adoctrinar ni tener razón. Únicamente te contaré MIS razones para amar o amar menos lo que vaya viendo. El teatro son gustos y aquí leerás los míos. No soy crítico, solo necesito contarle al mundo el porqué de mis amores. Lo que puedes leer aquí es lo que yo he sentido al ver estos espectáculos. Ni más ni menos que mis sensaciones. Si a alguien le sirven, estupendo.
domingo, 25 de septiembre de 2016
Som faves. Un lugar sin límites, Valle Inclán.
Por fin ha empezado "El lugar sin límites", uno de los ciclos más interesantes del panorama madrileño. Este año los comisarios son Carlos Marqueríe y Emilio Tomé, dos eminencias en sus respectivas especialidades. Aunque intentar reducir a Marqueríe a una sola especialidad es tan inútil como simplista. En definitiva, arranca "El lugar sin límites" con dos ideas centrales, "la casa y el relato" y arranca por todo lo alto. Con Ivo Dimchev.
No pude ver el concierto inaugural, pero sí tuve la suerte de ver en su debut a Ivo Dimchev y su espectáculo "Som faves".
He caído dos veces en la misma piedra con Ivo Dimchev. Y me da un coraje que ni te cuento.
He puesto en el traductor de google "Som faves" para ver en qué idioma está escrito y qué significa, por si aparte de la traducción evidente del inglés, podría tener algún otro giro o significado algo más "codificado". Error número uno. En realidad, error número dos. Porque el número uno lo cometí el mismo viernes. Luego te lo cuento.
En "Som faves", Ivo utiliza varias de sus obsesiones o de sus iconos (algunos favoritos, así, tal cual) para formar a brochazos gruesos y aparentemente inconexos un mapa vital y sembrar la eterna duda sobre el origen y la finalidad del hecho teatral. En realidad va más allá, porque cuestiona incluso que se cuestione el hecho teatral. O el hecho. O el teatro. O el arte.
Justamente ese fue mi segundo error. Que en realidad fue el primero. Justo antes de empezar le espectáculo te fijas y ves que el público casi por completo está formado por gente... del mundillo. Mucha cara conocida, mucho rollito guay y piensas que seguramente hayas acertado pillando entradas para esto. Empieza el espectáculo. Espacio blanco, un teclado, un cuadro feo y un gato de porcelana. Sale Ivo y automáticamente se me descoyunta la mandíbula. Como cuando ves el papamoscas de la catedral de Burgos pero a lo heavy. Estoy flipando. Empiezo descojonándome y dejándome llevar por un sentido del humor que me toca. Pero según pasan los minutos caigo en la trampa como un subnormal (no sé si el uso de esta palabra es políticamente correcto, pido disculpas). Me empiezo a plantear qué coño querrá contarnos este señor. Evidentemente tiene un sentido escénico bestial y un dominio vocal y físico increíble. Pero intento racionalizar qué me querrá contar con sus flashes. Que sí, que muy gracioso pero que igual estoy viendo a un señor hacer simplemente el chorras y nada más. Y me vengo abajo. Y me distancio. Y pienso que se están quedando conmigo porque en definitiva eso que estoy viendo no parece que vaya a ninguna parte.
Hasta que me habla del equilibrio y en ese momento me abduce totalmente. En cuestión de una décima de segundo todo cobra sentido de nuevo. Y me doy cuenta de que he caído en la trampa absurda y burguesa de intentar racionalizar y buscar un significado a algo para justificar que valga la pena. ¿Por qué tiene que querer decir algo? ¿Por qué tengo que entender lo que me quiere decir? ¿Por qué pone mi intelecto tantos impedimentos y tantos filtros en vez de dejarme llevar por lo que me provoca de forma visceral y primitiva lo que estoy viendo? ¿Por qué todo tiene que tener un sentido? ¿Por qué el sentido siempre tiene que ser igual, calcado, duplicado, clonado? ¿Por qué tengo que elegir si es una coreografía o un monólogo? ¿Por qué no me puede gustar una canción de Kenny Rogers porque sí, sin saber si la letra es o no es absurda? ¿Por qué escoger entre la forma y el fondo? ¿Por qué la forma y el fondo tiene que ser siempre iguales y repetidas? ¿Por qué coño tengo que "salir" de un espectáculo con el que estoy gozando sólo por intentar darle sentido? ¿El hecho artístico tiene que tener sentido? ¿Ese sentido tiene que ser identificable o basta con que sea "sentible"? ¿Importa si es una cuestión de gustos? ¿Sentir y gustar es lo mismo? ¿Por qué buscamos sentido a la letra si en realidad lo que importa es la voz en falsete? ¿Por qué tiene que importar? ¿Por qué da repelús ver que alguien se deja literalmente "la sangre en el escenario"? Incluso en la disociación entre gesto y sonido hay más belleza que en un soneto. Y en las fotos del pasado, el presente y el futuro presente hay casi una declaración de principios. Las dimensiones juntas y revueltas. Como son y como están.
Así, justo en ese microsegundo todo cobró sentido. Al menos el sentido que mi mente necesitaba para dejarme arrastrar por un ser mágico. Entonces me di cuenta de que había caído en su trampa y había intentado dar sentido racional a una experiencia. Y mi búsqueda inmediata del equilibrio había anulado mi capacidad receptiva. La chorrada se convirtió en genialidad y el gesto marciano en belleza. Dejé de pensar que Ivo es un tarado y empecé a pensar o a sentir que lo soy yo. O ninguno. O los dos.
Mirar directamente a la cara al proceso creativo o al acto de sentir, interiorizarlo, dejarse inundar por el hecho creativo o comunicativo, despojarlo, desarmarlo, reducirlo y exponerlo. Ivo reduce a la pura esencia el acto de comunicar o quizá arranque el sentido al hecho artístico. Depuración máxima y genialidad desbordante. Incluso la imagen de un ARTISTA dejándose la sangre en el escenario es tan simbólica como terrenal. Equilibrio máximo entre la necesidad y el momento. Y yo me desmayo de gozo.
No pude ver el concierto inaugural, pero sí tuve la suerte de ver en su debut a Ivo Dimchev y su espectáculo "Som faves".
He caído dos veces en la misma piedra con Ivo Dimchev. Y me da un coraje que ni te cuento.
He puesto en el traductor de google "Som faves" para ver en qué idioma está escrito y qué significa, por si aparte de la traducción evidente del inglés, podría tener algún otro giro o significado algo más "codificado". Error número uno. En realidad, error número dos. Porque el número uno lo cometí el mismo viernes. Luego te lo cuento.
En "Som faves", Ivo utiliza varias de sus obsesiones o de sus iconos (algunos favoritos, así, tal cual) para formar a brochazos gruesos y aparentemente inconexos un mapa vital y sembrar la eterna duda sobre el origen y la finalidad del hecho teatral. En realidad va más allá, porque cuestiona incluso que se cuestione el hecho teatral. O el hecho. O el teatro. O el arte.
Justamente ese fue mi segundo error. Que en realidad fue el primero. Justo antes de empezar le espectáculo te fijas y ves que el público casi por completo está formado por gente... del mundillo. Mucha cara conocida, mucho rollito guay y piensas que seguramente hayas acertado pillando entradas para esto. Empieza el espectáculo. Espacio blanco, un teclado, un cuadro feo y un gato de porcelana. Sale Ivo y automáticamente se me descoyunta la mandíbula. Como cuando ves el papamoscas de la catedral de Burgos pero a lo heavy. Estoy flipando. Empiezo descojonándome y dejándome llevar por un sentido del humor que me toca. Pero según pasan los minutos caigo en la trampa como un subnormal (no sé si el uso de esta palabra es políticamente correcto, pido disculpas). Me empiezo a plantear qué coño querrá contarnos este señor. Evidentemente tiene un sentido escénico bestial y un dominio vocal y físico increíble. Pero intento racionalizar qué me querrá contar con sus flashes. Que sí, que muy gracioso pero que igual estoy viendo a un señor hacer simplemente el chorras y nada más. Y me vengo abajo. Y me distancio. Y pienso que se están quedando conmigo porque en definitiva eso que estoy viendo no parece que vaya a ninguna parte.
Hasta que me habla del equilibrio y en ese momento me abduce totalmente. En cuestión de una décima de segundo todo cobra sentido de nuevo. Y me doy cuenta de que he caído en la trampa absurda y burguesa de intentar racionalizar y buscar un significado a algo para justificar que valga la pena. ¿Por qué tiene que querer decir algo? ¿Por qué tengo que entender lo que me quiere decir? ¿Por qué pone mi intelecto tantos impedimentos y tantos filtros en vez de dejarme llevar por lo que me provoca de forma visceral y primitiva lo que estoy viendo? ¿Por qué todo tiene que tener un sentido? ¿Por qué el sentido siempre tiene que ser igual, calcado, duplicado, clonado? ¿Por qué tengo que elegir si es una coreografía o un monólogo? ¿Por qué no me puede gustar una canción de Kenny Rogers porque sí, sin saber si la letra es o no es absurda? ¿Por qué escoger entre la forma y el fondo? ¿Por qué la forma y el fondo tiene que ser siempre iguales y repetidas? ¿Por qué coño tengo que "salir" de un espectáculo con el que estoy gozando sólo por intentar darle sentido? ¿El hecho artístico tiene que tener sentido? ¿Ese sentido tiene que ser identificable o basta con que sea "sentible"? ¿Importa si es una cuestión de gustos? ¿Sentir y gustar es lo mismo? ¿Por qué buscamos sentido a la letra si en realidad lo que importa es la voz en falsete? ¿Por qué tiene que importar? ¿Por qué da repelús ver que alguien se deja literalmente "la sangre en el escenario"? Incluso en la disociación entre gesto y sonido hay más belleza que en un soneto. Y en las fotos del pasado, el presente y el futuro presente hay casi una declaración de principios. Las dimensiones juntas y revueltas. Como son y como están.
Así, justo en ese microsegundo todo cobró sentido. Al menos el sentido que mi mente necesitaba para dejarme arrastrar por un ser mágico. Entonces me di cuenta de que había caído en su trampa y había intentado dar sentido racional a una experiencia. Y mi búsqueda inmediata del equilibrio había anulado mi capacidad receptiva. La chorrada se convirtió en genialidad y el gesto marciano en belleza. Dejé de pensar que Ivo es un tarado y empecé a pensar o a sentir que lo soy yo. O ninguno. O los dos.
Mirar directamente a la cara al proceso creativo o al acto de sentir, interiorizarlo, dejarse inundar por el hecho creativo o comunicativo, despojarlo, desarmarlo, reducirlo y exponerlo. Ivo reduce a la pura esencia el acto de comunicar o quizá arranque el sentido al hecho artístico. Depuración máxima y genialidad desbordante. Incluso la imagen de un ARTISTA dejándose la sangre en el escenario es tan simbólica como terrenal. Equilibrio máximo entre la necesidad y el momento. Y yo me desmayo de gozo.
domingo, 18 de septiembre de 2016
Incendios. Teatro de la Abadía.
"La infancia es un cuchillo clavado en la garganta. No se lo arranca uno fácilmente".
Sabía que al texto de Mouawad lo calificaban como "una obra maestra del siglo XXI. Sabía que Mario Gas es uno de los grandes directores de escena de este país. Sabía que el elenco era de ensueño. Sabía que Nuria Espert es posiblemente la mejor y más inteligente actriz que hay en este país. Lo que no sabía era que iba a salir absolutamente cambiado, conmovido y removido después de ver esta auténtica joya.
Hubo un momento en mi juventud en el que mi vida cambió. Mi forma de ver las cosas, de vivirlas, de recibirlas, de sentirlas, de desearlas y de llorarlas. Como todos sabéis, fue cuando vi "El público" allá por el año 86. Treinta años después me ha vuelto a pasar lo mismo. "Incendios" ha sido la experiencia teatral más intensa que he vivido en treinta años.
Yo me entrego enseguida. A nada que note un poquito de verdad y me toquen una o dos fibras, yo me emociono y me echo a llorar. Pero anoche mi estructura vital fue un paso más allá. Desde el minuto cuatro de función se me puso un nudo en la garganta, se me inundaron los ojos de lágrimas y no paré de llorar durante toda la función. Con la sala al completo puesta en pie gritando y aplaudiendo, mi cuerpo estaba un par de centímetros por debajo de mí, mi alma flotaba por la sala, mis lágrimas corrían disparadas y mi interior intentaba guardar una compostura imposible. Cuando pude articular palabra le dije a mi acompañante: "no puedo hablar, espera un rato porque ahora no puedo". Y tardé muchos minutos en poder hablar sin ahogarme en un tsunami de tristeza.
Intentaré explicar mi viaje aunque no prometo que pueda conseguirlo.
El texto de Wajdi Mouawad efectivamente pertenece a esos pocos títulos que se podrían considerar obras maestras. Es un monumento tan grandioso, tan profundo, con un dolor tan real e íntimo, con una poesía y un lirismo purificador y salvador tan desolador como un Koltès. Además de narrar una historia preciosa y horrible, dolorosa y terriblemente dulce, lo hace con un lenguaje y con unos recursos literarios prodigiosos y envuelve el dolor insoportable y el horror de una vida con unas imágenes de un lirismo sanador. "Cuando miro al sol, pienso que él también lo mira..." No recuerdo un texto que defina, transite y describa tan al detalle el horror de un infierno en vida con palabras tan bellas. Debería ser obligatoria su lectura al menos una vez en la vida. Ya lo dice Nawal, aunque con otras palabras mucho más bellas que estas; "ahí donde hay amor, no puede haber odio y para preservar le mor, ciegamente escogí enmudecer." El dolor y el horror de la búsqueda de la propia identidad, de la identidad de una madre "cruel", de un padre desconocido, de un hermano perdido, de un hijo arrancado. Lo dice Mouawad, "somos casas habitadas por un inquilino del que no sabemos nada"
Mario Gas pone en escena este monumento de la mejor forma posible. Sintiendo lo que hay escrito, traduciendo a imágenes esta tragedia y dejando espacio para que los personajes, los actores y las palabras cobren vida. Desde el respeto, la serenidad y la medida. Con sobriedad, sin recalcar nada ni tomar partido, ni caricaturizar, ni cargar tintas sobre nada.
Escenografía, vestuario, espacio sonoro, iluminación, vídeo... todos los elementos son sobrios, delicados y duros, elegantes y sobrecogedores. Bravo a todos y cada uno de los responsables.
Con esta atmósfera sólo falta que tomen cuerpo, forma y espíritu las víctimas del destino, los protagonistas del horror. Edu Soto es la imagen de lo inenarrable, lo que no se puede contar. Viaja de la luz a la sombra y del amanecer al ocaso a golpe de miradas. A Alberto Iglesias no se le puede pedir más ni él hacerlo mejor. Mil personajes distintos con tres mil rincones plagados de verdad. Un recital. Como el que da Ramón Barea. Domina la escena, la palabra y el sentido de la medida y y la mesura. Carlota Olcina y Alex García son los gemelos que buscan. Impresionantes en su profundidad y en la dimensión de su transitar por el desconcierto y el espanto. Carlota dejándose inundar y Alex bloqueando cuerpo y sentimientos. Brutales. Lucía Barrado tiene una presencia escénica, un nivel de compromiso y un poder de traspasar que flipas. Domina todo y a todos los niveles. Una bestia escénica que vive su poesía desde el dolor más íntimo.
Capítulo aparte merece Laia Marull. Laia Marull ES teatro.
Voy a puntualizar un detalle antes de seguir. A mí, que un actor o actriz sufra y se emocione muchísimo me da igual. Quiero decir, lo que tiene que lograr es que YO me emocione y YO sufra. Si el intérprete sufre o no, es cosa suya mientras consiga que sufra y me emocione yo, espectador.
Laia Marull ES teatro. Una sonrisa suya ilumina un escenario oscuro, un quiebro de su voz estremece a 300 personas, una pausa suya mantiene tu alma en vilo. Ha hecho de todo y ha transitado por todos los estados de ánimo imaginables. Ser tan inteligente como para no hacer un repertorio de recursos y preferir bucear en los sentimientos, buscar las razones, rascar en su alma y desgarrar toda una vida y todo un amor es de ser una diosa. Desde la contención y la sobriedad ilumina el espíritu de un ser amable, amante, queriente, deseante, buscante y herido. Su horror son sus razones y su poder, la soledad de ser la única de su raza que sabe leer y escribir. En definitiva; pensar. Inconmensurable.
Nuria Espert es... lo más. Lleva apenas tres minutos en el escenario cuando, desde una mecedora te explica por qué va a tener un lápida sin su nombre escrito y automáticamente consigue traspasar el escenario, sobrevolar la sala, nadar entre y sobre 300 espectadores y meterse en tu interior, encontrar tu epicentro emocional, agarrarlo, estrujarlo y destruirlo. Con una frase, con una palabra te asola.
Su presencia escénica es incontestable y arrolladora. Sobria, vestida con el color del dolor, sale, avanza y habla. Y cada palabra es un dardo de inteligencia interpretativa y sabiduría humana. Ha analizado el texto, lo ha estudiado, lo ha interiorizado y ha hecho algo tan básico como raro de ver: ha buscado desde dónde nace cada frase, cada palabra que va a pronunciar y a qué lugar exacto de tu existencia quiere llegar. Y abre la boca y envía las palabras directas a la diana. No gesticula, no se mueve apenas, no adorna ni distrae. Da vida a cada palabra y hace que vuelen de su ser hacia tu interior, al interior oculto, a la raíz oscura, a tu negrura, a lo que te niegas, a lo que te ocultas, a tus miedos y a tus silencios. Nuria ha dado vida y revivido mil personajes hipercomplicados a lo largo de su envidiable carrera, pero Nawal es un hito por medida, por mesura, por profundidad, por ejemplaridad, por intensidad y por perfección. Pinchando AQUÍ podrás leer mi opinión de su "Rei Lear" en el Lliure. Dos ejemplos de que Nuria definitivamente, viene de otro planeta.
Sólo por ver el trabajo de Nuria Espert merece la pena cruzar España y ver "Incendios". Sólo por ver el trabajo de Laia Marull y del resto de sus compañeros también. Ya está. No hay más.
Este "Incendios" me removió de una forma inaudita anoche. Consiguió que mi mente viajara hasta mi interior y rebuscara recuerdos, memorias, imágenes olvidadas e hirientes. Y el nivel de angustia, de hundimiento, de tragedia, de pena negra y podrida, de rabia y de tristeza casi cósmica no lo había sentido jamás en un teatro. El grito seco de Nuria, la crueldad de las matemáticas, la locura del destino y el amor extremo. Todo eso junto es "Incendios". Como el perro de Pavlov, soy incapaz de escuchar "la mujer que canta" y no derrumbarme.
Sobre ese "cuchillo clavado en la garganta que es la infancia" dice el autor: "solamente las palabras tienen el poder de arrancarlo y calmar así la quemadura".
Sabía que al texto de Mouawad lo calificaban como "una obra maestra del siglo XXI. Sabía que Mario Gas es uno de los grandes directores de escena de este país. Sabía que el elenco era de ensueño. Sabía que Nuria Espert es posiblemente la mejor y más inteligente actriz que hay en este país. Lo que no sabía era que iba a salir absolutamente cambiado, conmovido y removido después de ver esta auténtica joya.
Hubo un momento en mi juventud en el que mi vida cambió. Mi forma de ver las cosas, de vivirlas, de recibirlas, de sentirlas, de desearlas y de llorarlas. Como todos sabéis, fue cuando vi "El público" allá por el año 86. Treinta años después me ha vuelto a pasar lo mismo. "Incendios" ha sido la experiencia teatral más intensa que he vivido en treinta años.
Yo me entrego enseguida. A nada que note un poquito de verdad y me toquen una o dos fibras, yo me emociono y me echo a llorar. Pero anoche mi estructura vital fue un paso más allá. Desde el minuto cuatro de función se me puso un nudo en la garganta, se me inundaron los ojos de lágrimas y no paré de llorar durante toda la función. Con la sala al completo puesta en pie gritando y aplaudiendo, mi cuerpo estaba un par de centímetros por debajo de mí, mi alma flotaba por la sala, mis lágrimas corrían disparadas y mi interior intentaba guardar una compostura imposible. Cuando pude articular palabra le dije a mi acompañante: "no puedo hablar, espera un rato porque ahora no puedo". Y tardé muchos minutos en poder hablar sin ahogarme en un tsunami de tristeza.
Intentaré explicar mi viaje aunque no prometo que pueda conseguirlo.
El texto de Wajdi Mouawad efectivamente pertenece a esos pocos títulos que se podrían considerar obras maestras. Es un monumento tan grandioso, tan profundo, con un dolor tan real e íntimo, con una poesía y un lirismo purificador y salvador tan desolador como un Koltès. Además de narrar una historia preciosa y horrible, dolorosa y terriblemente dulce, lo hace con un lenguaje y con unos recursos literarios prodigiosos y envuelve el dolor insoportable y el horror de una vida con unas imágenes de un lirismo sanador. "Cuando miro al sol, pienso que él también lo mira..." No recuerdo un texto que defina, transite y describa tan al detalle el horror de un infierno en vida con palabras tan bellas. Debería ser obligatoria su lectura al menos una vez en la vida. Ya lo dice Nawal, aunque con otras palabras mucho más bellas que estas; "ahí donde hay amor, no puede haber odio y para preservar le mor, ciegamente escogí enmudecer." El dolor y el horror de la búsqueda de la propia identidad, de la identidad de una madre "cruel", de un padre desconocido, de un hermano perdido, de un hijo arrancado. Lo dice Mouawad, "somos casas habitadas por un inquilino del que no sabemos nada"
Mario Gas pone en escena este monumento de la mejor forma posible. Sintiendo lo que hay escrito, traduciendo a imágenes esta tragedia y dejando espacio para que los personajes, los actores y las palabras cobren vida. Desde el respeto, la serenidad y la medida. Con sobriedad, sin recalcar nada ni tomar partido, ni caricaturizar, ni cargar tintas sobre nada.
Escenografía, vestuario, espacio sonoro, iluminación, vídeo... todos los elementos son sobrios, delicados y duros, elegantes y sobrecogedores. Bravo a todos y cada uno de los responsables.
Con esta atmósfera sólo falta que tomen cuerpo, forma y espíritu las víctimas del destino, los protagonistas del horror. Edu Soto es la imagen de lo inenarrable, lo que no se puede contar. Viaja de la luz a la sombra y del amanecer al ocaso a golpe de miradas. A Alberto Iglesias no se le puede pedir más ni él hacerlo mejor. Mil personajes distintos con tres mil rincones plagados de verdad. Un recital. Como el que da Ramón Barea. Domina la escena, la palabra y el sentido de la medida y y la mesura. Carlota Olcina y Alex García son los gemelos que buscan. Impresionantes en su profundidad y en la dimensión de su transitar por el desconcierto y el espanto. Carlota dejándose inundar y Alex bloqueando cuerpo y sentimientos. Brutales. Lucía Barrado tiene una presencia escénica, un nivel de compromiso y un poder de traspasar que flipas. Domina todo y a todos los niveles. Una bestia escénica que vive su poesía desde el dolor más íntimo.
Capítulo aparte merece Laia Marull. Laia Marull ES teatro.
Voy a puntualizar un detalle antes de seguir. A mí, que un actor o actriz sufra y se emocione muchísimo me da igual. Quiero decir, lo que tiene que lograr es que YO me emocione y YO sufra. Si el intérprete sufre o no, es cosa suya mientras consiga que sufra y me emocione yo, espectador.
Laia Marull ES teatro. Una sonrisa suya ilumina un escenario oscuro, un quiebro de su voz estremece a 300 personas, una pausa suya mantiene tu alma en vilo. Ha hecho de todo y ha transitado por todos los estados de ánimo imaginables. Ser tan inteligente como para no hacer un repertorio de recursos y preferir bucear en los sentimientos, buscar las razones, rascar en su alma y desgarrar toda una vida y todo un amor es de ser una diosa. Desde la contención y la sobriedad ilumina el espíritu de un ser amable, amante, queriente, deseante, buscante y herido. Su horror son sus razones y su poder, la soledad de ser la única de su raza que sabe leer y escribir. En definitiva; pensar. Inconmensurable.
Nuria Espert es... lo más. Lleva apenas tres minutos en el escenario cuando, desde una mecedora te explica por qué va a tener un lápida sin su nombre escrito y automáticamente consigue traspasar el escenario, sobrevolar la sala, nadar entre y sobre 300 espectadores y meterse en tu interior, encontrar tu epicentro emocional, agarrarlo, estrujarlo y destruirlo. Con una frase, con una palabra te asola.
Su presencia escénica es incontestable y arrolladora. Sobria, vestida con el color del dolor, sale, avanza y habla. Y cada palabra es un dardo de inteligencia interpretativa y sabiduría humana. Ha analizado el texto, lo ha estudiado, lo ha interiorizado y ha hecho algo tan básico como raro de ver: ha buscado desde dónde nace cada frase, cada palabra que va a pronunciar y a qué lugar exacto de tu existencia quiere llegar. Y abre la boca y envía las palabras directas a la diana. No gesticula, no se mueve apenas, no adorna ni distrae. Da vida a cada palabra y hace que vuelen de su ser hacia tu interior, al interior oculto, a la raíz oscura, a tu negrura, a lo que te niegas, a lo que te ocultas, a tus miedos y a tus silencios. Nuria ha dado vida y revivido mil personajes hipercomplicados a lo largo de su envidiable carrera, pero Nawal es un hito por medida, por mesura, por profundidad, por ejemplaridad, por intensidad y por perfección. Pinchando AQUÍ podrás leer mi opinión de su "Rei Lear" en el Lliure. Dos ejemplos de que Nuria definitivamente, viene de otro planeta.
Sólo por ver el trabajo de Nuria Espert merece la pena cruzar España y ver "Incendios". Sólo por ver el trabajo de Laia Marull y del resto de sus compañeros también. Ya está. No hay más.
Este "Incendios" me removió de una forma inaudita anoche. Consiguió que mi mente viajara hasta mi interior y rebuscara recuerdos, memorias, imágenes olvidadas e hirientes. Y el nivel de angustia, de hundimiento, de tragedia, de pena negra y podrida, de rabia y de tristeza casi cósmica no lo había sentido jamás en un teatro. El grito seco de Nuria, la crueldad de las matemáticas, la locura del destino y el amor extremo. Todo eso junto es "Incendios". Como el perro de Pavlov, soy incapaz de escuchar "la mujer que canta" y no derrumbarme.
Sobre ese "cuchillo clavado en la garganta que es la infancia" dice el autor: "solamente las palabras tienen el poder de arrancarlo y calmar así la quemadura".
jueves, 8 de septiembre de 2016
El pequeño poni. Teatro Bellas Artes.
No me gusta el término "diferente". En el fondo supone aceptar que hay una norma o un uso habitual del que alguien o algo se sale. Y yo creo que no existe la normalidad, ni la regla. Creo profundamente que todos somos distintos, afortunadamente distintos y únicos. Todos uno y exclusivo. Por eso no hay nadie "diferente". Por eso cuando leo comentarios sobre "la defensa del diferente" me quedo un poco al margen.
"El pequeño poni" está dedicada a Grayson y a Michael, niños que fueron arrastrados al suicidio por llevar a su cole una mochila de la serie de dibujitos infantiles e inocentes "My little pony". Los coles del mundo han estado y están repletos de crueldad. Los niños imagino que en su afán de autoafirmación dentro del grupo tiende a buscar el resquicio desde el que fortalecerse agrediendo al raro, al distinto, al que tiene algo que no es como la mayoría. Hay quien lo llamaría "personalidad" o simplemente una falta de sociabilidad tan fresca y natural como cualquier característica humana. El gordo, el feo, el gafotas, el que no juega al fútbol, el que no pega, el que tiene pluma, la que tiene pluma, a la que le gusta el fútbol, la que pega... Cualquier excusa es buen para marcar al otro y distanciarlo de ti y de tu pequeño mundo recién creado. Incluso ahora que los niños van al cole con gente de todos los colores y para ellos la mezcla es natural.
Hace tiempo que pienso que Paco Bezerra es un ser con un microscopio en los ojos. Donde los demás vemos un parque con críos jugando y familias sonrientes, él es capaz de distinguir dieciséis capas de podredumbre, de conflictos, de miserias humanas, de crueldades y de chunguerío. Aquí Bezerra nos presenta a una pareja, Jaime e Irene y a su hijo ausente, Luismi. Ellos, pareja aparentemente feliz, sonríen, juegan, vacilan, viven relajados. Hasta que comienza el drama. Pasito a pasito Paco va destapando capas de suciedad y de intereses ocultos. El viaje de los personajes no es tanto en lo que les ocurre, que también, sino en cómo se enfrentan a lo que les ocurre y que aflora de ellos mismos. Es un auténtico ejemplo de dramaturgia. Podemos ver poco a poco cómo Irene descubre sus razones y cómo Jaime nos acaba enseñando sus por qués. Su trayecto como personajes va de la sonrisa al desmoronamiento más absoluto. Ejemplar y perfecto el trabajo de Paco Bezerra, sin duda, un autor con una capacidad infinita para traspasar la realidad.
Luis Luque es un maestro, eso es algo sabido y comprobado. En este caso se sitúa en el lugar casi de un entomólogo. Observa el embolao desde fuera, coloca a los personajes (Luismi incluído) en la placa de Petri del escenario y comienza a diseccionar fríamente a esos dos especímenes bajo la mirada mutante de la criatura. Consigue además una cosa que sucede pocas veces en un escenario. Y es que el aire pese. El ambiente relajado del principio va ganando densidad según pasan los minutos y los marrones y poco a poco se va volviendo irrespirable, asfixiante, casi sólido. Y no es una figura, yo lo viví como algo casi físico. Mueve y deja quietos a los actores para conseguir en cada momento la reacción exacta en el público y ha colocado el listón emocional tanto de María como de Roberto en el punto exacto para componer de forma detallista cada momento. Incluso los cambios, que quizá sean formalmente lo que más descoloca, sirven para respirar y tomar un poco de oxígeno para ser capaz de seguir. Luis logra una vez más destrozarnos el corazón colocándose en el sitio preciso, justo donde él es capaz de controlar la situación y rompernos a nosotros el corazón y los esquemas.
Decir Luismi Cobo es decir genialidad. La música que ha compuesto en esta ocasión le ha salido desde el centro mismo del universo. Nace del dolor y de la infancia y recorre tus recuerdos hasta llegar a ti, ser adulto. Eso es algo que sólo consigue la música y Luismi es el mago de las emociones y de la música. Cada nota es un dardo y cada momento, una cicatriz.
Almudena Rodríguez viste y Juan Gómez-Cornejo ilumina y ensombrece la escena. Luz, sombra, ropas, mugre, pliegues y materiales parecen vivos.
Monica Boromello es una poetisa de la escena, lo ha demostrado mil veces. Esa luna... ese universo... Aquí crea otro elemento vital para comprender este mogollón. Un espacio único, una mesa, tres sillas y una butaca. Poco más. Dos puertas, o dos trampas, o dos madrigueras. Un salón de una frialdad sospechosa. Hasta que descubres la personalidad de esa escenografía. El salón es un bunker, con esas paredes de hormigón donde viven felices tres seres aparentemente cálidos pero agazapados en su cobijo emocional. Cada uno y los tres viven en un bunker inaccesible. Sin habitaciones, no hay, no se ven, solo se medio intuyen pero por lógica. Sin puertas, sin entrada ni salida, ni escapatoria. Un puto bunker. O un mausoleo. Aunque, gracias la giro maestro final de Bezerra, el bunker se convierte milagrosamente en un castillo donde viven los reyes que guardan las piedras de la armonía (de la armonía, tócate los cojones) y el hormigón se vuelve piedra y el bunker se vuelve castillo.
María Adanez sigue disfrutando de un momento dulce. En esta función seca, dura y "cotidiana" cualquier milímetro de más canta mogollón. Ella consigue estar sobria, amargada, doliente, preocupada, culpable, dictatorial, maternal, cruel, fría, desnuda y vacía sin hacer gran cosa, sólo manejando la verdad, la mesura y el trabajo con su compañero. Claro que su compañero es Roberto Enríquez, con eso está todo dicho.
Con Roberto me pasó una cosa curiosa. Es conocida mi devoción por su trabajo y su forma de trabajar. Pero le otro día, en un momento dado me di cuenta de que Roberto tiene un don especial. Roberto no sólo es de los mejores actores del planeta, sino que hay algo en su interior que es inexplicable. Su cuerpo, su forma de moverse, de expresarse, de generar, de recibir, de mirar, de escuchar, de crear y recrear, todo en él es TEATRO. Es algo que se tiene o no se tiene, y Roberto lo tiene y lo es. No sé, igual parece una bobada, pero al ver a Roberto el otro día vi que él es teatro.
Lo que hace... en fin... sólo alguien sobrenatural es capaz de escalar a eso niveles de implicación y desde ahí desplomarse al abismo del dolor en dos segundos. Si alguien piensa que lo que hace Roberto es fácil... que intente hacer algo parecido y salir indemne. No hay palabras. Si en su Fausto antológico bajo las manos milagrosas de Pandur hizo un trabajo de esos que deberían pasar a la historia del teatro, aquí vuelve a demostrar que el riesgo emocional es algo que le pone. Y a nosotros. Porque desde el minuto dos, yo no soy capaz de mirar a Jaime y no romper a llorar.
SPOILER.
Paco Bezerra consigue que escapemos del dolor de vernos en ese escenario con la mejor opción posible. La magia. La única que puede ayudar a que el dolor insoportable de ver consumirse a un ser inocente sea minimamente llevadero. Y es que todos nos hemos visto en alguna movida de esa calaña. Como observadores, como víctimas o como verdugos. ¿O no es verdad que a todos nos suena algo así? ¿No hemos visto o estado en medio de alguna de esas "cosas de chiquillos?
Ese giro, esa salida de la realidad es la única escapatoria que como seres humanos sufrientes somos capaces de soportar. Porque en este juego es imposible no posicionarse, no tomar partido por Irene o por Jaime, no simpatizar con ellos, no comprenderlos, aunque al hacerlo, sin querer estemos siendo tan parciales y tan crueles como lo son ellos. Porque tomar partido es elegir, decidir y de lo que habla "El pequeño poni" es de dejar volar.
"El pequeño poni" está dedicada a Grayson y a Michael, niños que fueron arrastrados al suicidio por llevar a su cole una mochila de la serie de dibujitos infantiles e inocentes "My little pony". Los coles del mundo han estado y están repletos de crueldad. Los niños imagino que en su afán de autoafirmación dentro del grupo tiende a buscar el resquicio desde el que fortalecerse agrediendo al raro, al distinto, al que tiene algo que no es como la mayoría. Hay quien lo llamaría "personalidad" o simplemente una falta de sociabilidad tan fresca y natural como cualquier característica humana. El gordo, el feo, el gafotas, el que no juega al fútbol, el que no pega, el que tiene pluma, la que tiene pluma, a la que le gusta el fútbol, la que pega... Cualquier excusa es buen para marcar al otro y distanciarlo de ti y de tu pequeño mundo recién creado. Incluso ahora que los niños van al cole con gente de todos los colores y para ellos la mezcla es natural.
Hace tiempo que pienso que Paco Bezerra es un ser con un microscopio en los ojos. Donde los demás vemos un parque con críos jugando y familias sonrientes, él es capaz de distinguir dieciséis capas de podredumbre, de conflictos, de miserias humanas, de crueldades y de chunguerío. Aquí Bezerra nos presenta a una pareja, Jaime e Irene y a su hijo ausente, Luismi. Ellos, pareja aparentemente feliz, sonríen, juegan, vacilan, viven relajados. Hasta que comienza el drama. Pasito a pasito Paco va destapando capas de suciedad y de intereses ocultos. El viaje de los personajes no es tanto en lo que les ocurre, que también, sino en cómo se enfrentan a lo que les ocurre y que aflora de ellos mismos. Es un auténtico ejemplo de dramaturgia. Podemos ver poco a poco cómo Irene descubre sus razones y cómo Jaime nos acaba enseñando sus por qués. Su trayecto como personajes va de la sonrisa al desmoronamiento más absoluto. Ejemplar y perfecto el trabajo de Paco Bezerra, sin duda, un autor con una capacidad infinita para traspasar la realidad.
Luis Luque es un maestro, eso es algo sabido y comprobado. En este caso se sitúa en el lugar casi de un entomólogo. Observa el embolao desde fuera, coloca a los personajes (Luismi incluído) en la placa de Petri del escenario y comienza a diseccionar fríamente a esos dos especímenes bajo la mirada mutante de la criatura. Consigue además una cosa que sucede pocas veces en un escenario. Y es que el aire pese. El ambiente relajado del principio va ganando densidad según pasan los minutos y los marrones y poco a poco se va volviendo irrespirable, asfixiante, casi sólido. Y no es una figura, yo lo viví como algo casi físico. Mueve y deja quietos a los actores para conseguir en cada momento la reacción exacta en el público y ha colocado el listón emocional tanto de María como de Roberto en el punto exacto para componer de forma detallista cada momento. Incluso los cambios, que quizá sean formalmente lo que más descoloca, sirven para respirar y tomar un poco de oxígeno para ser capaz de seguir. Luis logra una vez más destrozarnos el corazón colocándose en el sitio preciso, justo donde él es capaz de controlar la situación y rompernos a nosotros el corazón y los esquemas.
Decir Luismi Cobo es decir genialidad. La música que ha compuesto en esta ocasión le ha salido desde el centro mismo del universo. Nace del dolor y de la infancia y recorre tus recuerdos hasta llegar a ti, ser adulto. Eso es algo que sólo consigue la música y Luismi es el mago de las emociones y de la música. Cada nota es un dardo y cada momento, una cicatriz.
Almudena Rodríguez viste y Juan Gómez-Cornejo ilumina y ensombrece la escena. Luz, sombra, ropas, mugre, pliegues y materiales parecen vivos.
Monica Boromello es una poetisa de la escena, lo ha demostrado mil veces. Esa luna... ese universo... Aquí crea otro elemento vital para comprender este mogollón. Un espacio único, una mesa, tres sillas y una butaca. Poco más. Dos puertas, o dos trampas, o dos madrigueras. Un salón de una frialdad sospechosa. Hasta que descubres la personalidad de esa escenografía. El salón es un bunker, con esas paredes de hormigón donde viven felices tres seres aparentemente cálidos pero agazapados en su cobijo emocional. Cada uno y los tres viven en un bunker inaccesible. Sin habitaciones, no hay, no se ven, solo se medio intuyen pero por lógica. Sin puertas, sin entrada ni salida, ni escapatoria. Un puto bunker. O un mausoleo. Aunque, gracias la giro maestro final de Bezerra, el bunker se convierte milagrosamente en un castillo donde viven los reyes que guardan las piedras de la armonía (de la armonía, tócate los cojones) y el hormigón se vuelve piedra y el bunker se vuelve castillo.
María Adanez sigue disfrutando de un momento dulce. En esta función seca, dura y "cotidiana" cualquier milímetro de más canta mogollón. Ella consigue estar sobria, amargada, doliente, preocupada, culpable, dictatorial, maternal, cruel, fría, desnuda y vacía sin hacer gran cosa, sólo manejando la verdad, la mesura y el trabajo con su compañero. Claro que su compañero es Roberto Enríquez, con eso está todo dicho.
Con Roberto me pasó una cosa curiosa. Es conocida mi devoción por su trabajo y su forma de trabajar. Pero le otro día, en un momento dado me di cuenta de que Roberto tiene un don especial. Roberto no sólo es de los mejores actores del planeta, sino que hay algo en su interior que es inexplicable. Su cuerpo, su forma de moverse, de expresarse, de generar, de recibir, de mirar, de escuchar, de crear y recrear, todo en él es TEATRO. Es algo que se tiene o no se tiene, y Roberto lo tiene y lo es. No sé, igual parece una bobada, pero al ver a Roberto el otro día vi que él es teatro.
Lo que hace... en fin... sólo alguien sobrenatural es capaz de escalar a eso niveles de implicación y desde ahí desplomarse al abismo del dolor en dos segundos. Si alguien piensa que lo que hace Roberto es fácil... que intente hacer algo parecido y salir indemne. No hay palabras. Si en su Fausto antológico bajo las manos milagrosas de Pandur hizo un trabajo de esos que deberían pasar a la historia del teatro, aquí vuelve a demostrar que el riesgo emocional es algo que le pone. Y a nosotros. Porque desde el minuto dos, yo no soy capaz de mirar a Jaime y no romper a llorar.
SPOILER.
Paco Bezerra consigue que escapemos del dolor de vernos en ese escenario con la mejor opción posible. La magia. La única que puede ayudar a que el dolor insoportable de ver consumirse a un ser inocente sea minimamente llevadero. Y es que todos nos hemos visto en alguna movida de esa calaña. Como observadores, como víctimas o como verdugos. ¿O no es verdad que a todos nos suena algo así? ¿No hemos visto o estado en medio de alguna de esas "cosas de chiquillos?
Ese giro, esa salida de la realidad es la única escapatoria que como seres humanos sufrientes somos capaces de soportar. Porque en este juego es imposible no posicionarse, no tomar partido por Irene o por Jaime, no simpatizar con ellos, no comprenderlos, aunque al hacerlo, sin querer estemos siendo tan parciales y tan crueles como lo son ellos. Porque tomar partido es elegir, decidir y de lo que habla "El pequeño poni" es de dejar volar.
Idiota. El Pavón Teatro Kamikaze.
A estas alturas se han escrito kilómetros de líneas sobre la apertura del Pavón bajo las manos de Kamikaze. Pretender aportar algo más es inútil. Así que diré simplemente lo que siento.
Kamikaze es algo así como esa compañía de la que todos nos sentimos un poco partícipes. Son gente cercana (aunque no tengo el honor de conocer a ninguna personalmente, salvo a Aitor), gente a la que ves en los teatros, colegas, gente real y cercana. Vecinos y currantes. Y encima lo que hacen arrasa y es casi siempre bestial, ejemplar y brillantísimo. En el fondo todos sentimos un poco cada premio que reciben como un poquito nuestro, un poquito de todos. Esa sensación no creo que responda a nada en concreto, a nada tangible. Quiero decir, yo insisto en que personalmente jamás he hablado con ningún Kamikaze, sólo conozco a Aitor. Pero a pesar de no tener un vínculo personal o emocional con ellos, los siento y creo que todos los sentimos así, como unos colegas o un ejemplo de gente trabajadora, muy, muy currante, con ideas brillantes, un conocimiento de la profesión abrumador y un sentido del trabajo, de la filosofía vital escénica y del compromiso con esta profesión sin fisuras. Por eso, lo que hace Kamikaze lo sentimos nuestro y por eso toda la profesión teatral madrileña estamos emocionados con la reapertura de un teatro como el Pavón. El éxito no sólo está asegurado, sino que nos remueve a todos de tal forma que la entrada del teatro estos días es un hervidero de nervios, emoción y una ilusión como si fueras a la fiesta sorpresa que se le organiza a un amigo.
Y para arrancar, el dios de la escena Israel Elejalde se pone los zapatos de director y regala a Elisabet Gelabert y a Gonzalo de Castro el honor de inaugurar esta nueva etapa. "Idiota" de Jordi Casanovas; un pedazo de texto casi redondo, con una solidez como ya demostró en ese "Ruz/Bárcenas" que aún resuena en nuestras tripas, o esa joya que era "Un hombre con gafas de pasta" por ejemplo. Este textazo esconde una trampa tras otra. Es jodido hablar de lo que sucede sin caer en el spoiler y sin reventar la función. Sólo diré que lo que comienza como una comedia en la que simpatizas con el héroe de pronto logra que se te congele la sonrisa, empieces a removerte incómodo en la butaca y acabes sudando a chorros de los nervios. Simplemente desde el texto se consigue que vayamos de la mano del pobre protagonista, Carlos, que comencemos siendo amigos de este pobre hombre, mitad pícaro español, mitad buscavidas rozando el límite de lo moralmente admisible. Poco a poco nos distanciaremos de él, justo cuando empezamos a notar que lo que a él le cuesta tanto descubrir, para ti está tirado. En ese momento te distancias de él pero por pura supervivencia, porque distanciándote de él te salvas, salvas tu alma de ser como la suya. Pero quedan más giros, más atajos, más recovecos. Hasta el final, porque no me jodas, ese final... tiene mil caminos posibles.
Sátira casi socio-política o humano-sociológica. Cien capas y doscientas lecturas. Y como remate, charleta post-función. No se puede pedir más.
Gonzalo de Castro es talmente un personaje sacado de una peli de Billy Wilder, un ciudadano gris (con los matices de gris que tenemos todos), normal, como el Rodríguez que se quedaba un agosto en NY y se le colaba Marilyn como "vecina de arriba". Carlos es tan bueno y tan malo como todos, es apto y no lo es para el trabajo. Simplemente es un ser más o menos superviviente que se ve envuelto en una red que le sobrepasa. Porque la que se le viene encima es casi como tener a Marilyn arriba, muerta de calor y deseando pasear sobre las rejillas del metro de tu mano: una pura trampa mortal. Gonzalo es Carlos y Carlos es Gonzalo. No sé cómo explicarlo, es de esos personajes y de esas creaciones que no admiten otro nombre. Esto o lo hace Gonzalo o lo hace Gonzalo. Está perfecto y planea por la comedia y por el drama con una soltura de fliparlo. Está claro que ha nacido para las tablas. No hay más palabras. Y Elisabet demuestra ser una gran actriz soportando la parte chunga de la función y no sólo estando a la altura sino brillando cuando debe hacerlo. Generosa compañera.
Gran escenografía de Eduardo Moreno, llena de esquinas y de curvas, porque todo es lo que es pero no lo que parece. Juanjo Llorens lo ilumina de maravilla, Ana López lo viste de maravilla y Arnau Vilá crea una partitura fabulosa y mágica. Todos ellos trabajando en un sólo espacio, con el inconveniente de que lo único dinámico es el paso del tiempo. Muy difícil lo que han creado.
Con todo este material, a Israel Elejalde le queda le trabajo fácil (es figura, está claro). Quiero decir, Elejalde ha conseguido lo mejor de lo mejor. Y una vez que tiene todas esas piezas sólo hay que juntarlas y hacer que la maquinaria gire. La mejor forma de hacerlo es dejando que fluya. Ritmo, pausas, sentido de la escena y mucha mano para la tensión. En "Sótano" ya demostró Elejalde que le mola estudia la crueldad humana. Aquí vuelve a esos terrenos y consigue gracias a saber medir y dosificar, crear un entramado casi perfecto.
Perfecto arranque de este nuevo proyecto. Y por si fuera poco, seguirán "La función por hacer", "Misántropo", "Juicio a una zorra", "La clausura del amor", "Hamlet", joyas como "El plan" o platos tan apetecibles como la deseada "Perra vida", del gran José Padilla, además de talleres como uno que arrancará en breve Carlota Ferrer, ahí es nada.
Uno no puede más que descubrirse ante Miguel del Arco, Aitor Tejada, Jordi Buxó e Israel Elejalde por regalarnos un proyecto como este, donde parece que la calidad y el rigor son los principales ingredientes y del que los madrileños nos vamos a beneficiar. Bravo a los cuatro y a todos los implicados. En Madrid ha nacido un gran proyecto y entre todos haremos que siga hacia arriba porque todos ganaremos con ello. El teatro es inevitable, y el Pavón Teatro Kamikaze es imprescindible.
(Las fantásticas fotos son de Vanessa Rabade y están el la web del teatro, supongo que se pueden utilizar)
Kamikaze es algo así como esa compañía de la que todos nos sentimos un poco partícipes. Son gente cercana (aunque no tengo el honor de conocer a ninguna personalmente, salvo a Aitor), gente a la que ves en los teatros, colegas, gente real y cercana. Vecinos y currantes. Y encima lo que hacen arrasa y es casi siempre bestial, ejemplar y brillantísimo. En el fondo todos sentimos un poco cada premio que reciben como un poquito nuestro, un poquito de todos. Esa sensación no creo que responda a nada en concreto, a nada tangible. Quiero decir, yo insisto en que personalmente jamás he hablado con ningún Kamikaze, sólo conozco a Aitor. Pero a pesar de no tener un vínculo personal o emocional con ellos, los siento y creo que todos los sentimos así, como unos colegas o un ejemplo de gente trabajadora, muy, muy currante, con ideas brillantes, un conocimiento de la profesión abrumador y un sentido del trabajo, de la filosofía vital escénica y del compromiso con esta profesión sin fisuras. Por eso, lo que hace Kamikaze lo sentimos nuestro y por eso toda la profesión teatral madrileña estamos emocionados con la reapertura de un teatro como el Pavón. El éxito no sólo está asegurado, sino que nos remueve a todos de tal forma que la entrada del teatro estos días es un hervidero de nervios, emoción y una ilusión como si fueras a la fiesta sorpresa que se le organiza a un amigo.
Y para arrancar, el dios de la escena Israel Elejalde se pone los zapatos de director y regala a Elisabet Gelabert y a Gonzalo de Castro el honor de inaugurar esta nueva etapa. "Idiota" de Jordi Casanovas; un pedazo de texto casi redondo, con una solidez como ya demostró en ese "Ruz/Bárcenas" que aún resuena en nuestras tripas, o esa joya que era "Un hombre con gafas de pasta" por ejemplo. Este textazo esconde una trampa tras otra. Es jodido hablar de lo que sucede sin caer en el spoiler y sin reventar la función. Sólo diré que lo que comienza como una comedia en la que simpatizas con el héroe de pronto logra que se te congele la sonrisa, empieces a removerte incómodo en la butaca y acabes sudando a chorros de los nervios. Simplemente desde el texto se consigue que vayamos de la mano del pobre protagonista, Carlos, que comencemos siendo amigos de este pobre hombre, mitad pícaro español, mitad buscavidas rozando el límite de lo moralmente admisible. Poco a poco nos distanciaremos de él, justo cuando empezamos a notar que lo que a él le cuesta tanto descubrir, para ti está tirado. En ese momento te distancias de él pero por pura supervivencia, porque distanciándote de él te salvas, salvas tu alma de ser como la suya. Pero quedan más giros, más atajos, más recovecos. Hasta el final, porque no me jodas, ese final... tiene mil caminos posibles.
Sátira casi socio-política o humano-sociológica. Cien capas y doscientas lecturas. Y como remate, charleta post-función. No se puede pedir más.
Gonzalo de Castro es talmente un personaje sacado de una peli de Billy Wilder, un ciudadano gris (con los matices de gris que tenemos todos), normal, como el Rodríguez que se quedaba un agosto en NY y se le colaba Marilyn como "vecina de arriba". Carlos es tan bueno y tan malo como todos, es apto y no lo es para el trabajo. Simplemente es un ser más o menos superviviente que se ve envuelto en una red que le sobrepasa. Porque la que se le viene encima es casi como tener a Marilyn arriba, muerta de calor y deseando pasear sobre las rejillas del metro de tu mano: una pura trampa mortal. Gonzalo es Carlos y Carlos es Gonzalo. No sé cómo explicarlo, es de esos personajes y de esas creaciones que no admiten otro nombre. Esto o lo hace Gonzalo o lo hace Gonzalo. Está perfecto y planea por la comedia y por el drama con una soltura de fliparlo. Está claro que ha nacido para las tablas. No hay más palabras. Y Elisabet demuestra ser una gran actriz soportando la parte chunga de la función y no sólo estando a la altura sino brillando cuando debe hacerlo. Generosa compañera.
Gran escenografía de Eduardo Moreno, llena de esquinas y de curvas, porque todo es lo que es pero no lo que parece. Juanjo Llorens lo ilumina de maravilla, Ana López lo viste de maravilla y Arnau Vilá crea una partitura fabulosa y mágica. Todos ellos trabajando en un sólo espacio, con el inconveniente de que lo único dinámico es el paso del tiempo. Muy difícil lo que han creado.
Con todo este material, a Israel Elejalde le queda le trabajo fácil (es figura, está claro). Quiero decir, Elejalde ha conseguido lo mejor de lo mejor. Y una vez que tiene todas esas piezas sólo hay que juntarlas y hacer que la maquinaria gire. La mejor forma de hacerlo es dejando que fluya. Ritmo, pausas, sentido de la escena y mucha mano para la tensión. En "Sótano" ya demostró Elejalde que le mola estudia la crueldad humana. Aquí vuelve a esos terrenos y consigue gracias a saber medir y dosificar, crear un entramado casi perfecto.
Perfecto arranque de este nuevo proyecto. Y por si fuera poco, seguirán "La función por hacer", "Misántropo", "Juicio a una zorra", "La clausura del amor", "Hamlet", joyas como "El plan" o platos tan apetecibles como la deseada "Perra vida", del gran José Padilla, además de talleres como uno que arrancará en breve Carlota Ferrer, ahí es nada.
Uno no puede más que descubrirse ante Miguel del Arco, Aitor Tejada, Jordi Buxó e Israel Elejalde por regalarnos un proyecto como este, donde parece que la calidad y el rigor son los principales ingredientes y del que los madrileños nos vamos a beneficiar. Bravo a los cuatro y a todos los implicados. En Madrid ha nacido un gran proyecto y entre todos haremos que siga hacia arriba porque todos ganaremos con ello. El teatro es inevitable, y el Pavón Teatro Kamikaze es imprescindible.
(Las fantásticas fotos son de Vanessa Rabade y están el la web del teatro, supongo que se pueden utilizar)
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