sábado, 17 de enero de 2015

La piedra oscura. María Guerrero.

Todos tenemos un punto débil. Yo tengo varios. Y seguramente mi punto P emocional sea Federico. Si juntas a Federico con el textazo hermosísimo de Alberto Conejero, le das la batuta a San Pablo Messiez y les cedes el poder a dos seres como Nacho Sánchez y Daniel Grao, mi orgasmo cardíaco tiene por cojones que ser como el chorro del lago de Ginebra.



El primer artífice de este pequeño milagro es Alberto Conejero. Él es el responsable de esta joya sobre la ausencia y sobre la herencia. Lo que revolotea sobre estos dos seres son las ausencias. La ausencia de Federico, el no contar su historia de amor, la ausencia de una guerra que ni siquiera está presente sino que siempre está al otro lado de esas paredes, la ausencia de la madre, la ausencia de la música, el temor a que no haya trascendencia, que nada perdure, la necesidad de un encuentro entre esas dos almas, la ausencia de justicia, la ausencia incluso de un nombre, la ausencia de lo que da sentido al dolor, la ausencia de algo que convierta en real lo soñado. Esas ausencias sólo se curarán con un encuentro. El encuentro de dos seres torturados por una guerra puta que nada tiene que ver con ninguno de los dos pero que a los dos ha destrozado la vida, el presente y el futuro. Un futuro manco, cojo e incompleto para siempre. Y ya que no hay futuro y el presente está enfermo, al menos que perdure el pasado. Rafael necesita saber que todo ha sido por algo, que su historia de amor y desamor va a perdurar, que algo quedará en la memoria de los vivos. Y necesita de Sebastián, de ese chico que no tiene ni nombre hasta el final para eso. Sebastián navega entre recuerdos amargos que no sabe muy bien cómo digerir pero que sabe que son injustos y heridos. Y esos dos seres acabaran encontrándose por cojones, porque se necesitan para ser. Al menos en ese momento en el que no hay más salida que la verdad. Cada uno de ellos necesita al otro como catalizador de su propia vida y de su propia herencia. La herencia no material sino emocional, la jodía memoria histórica. La memoria sin más. Eso que tanto escuece a los desalmados. Eso que si lo hace Antígona parece lógico pero que si lo pretenden los hijos de los asesinados parece un desatino. Y ese ritual de "lavar" los pies del otro, se convierte en el momento en el que todo el patio de butacas se encoge, se desborda a llorar sin remedio y terminas de comprender la hermandad del dolor. 
Los protagonistas de este encuentro ficticio son ellos dos, dos seres casi sin nombre y con una historia escamoteada hasta que no hay más remedio que buscar la salvación en el amor, en la entrega, en la culpa, en el pánico al vacío. Y protagonistas son esas presencias ausentes. Federico, la guerra, la paz, el vacío, el encuentro y el amor. El texto de Conejero es una auténtica maravilla tanto por la concreción como por el lirismo desaforado que encierra. Y aunque suene salvaje, al leerlo y releerlo y releerlo, da la sensación de que lo podía haber escrito el propio Federico. Es más, te diría, con permiso de Alberto, que de hecho LO HA ESCRITO Federico, metiéndose en los sueños de Conejero guiando su mano. Es absolutamente prodigioso. 



Y llega San Pablo Messiez y ya pa qué quieres más. Desde el momento en el que entras en la sala y ves ese campo de camisas manchadas de sangre, entras en un cementerio. En el cementerio de los muertos en vano. y te sientas en una tumba sin nombre. O en una fosa común en un barranco o en una cuneta cualquiera. En esas tumbas que no quieren abrir. y antes de que empiece la función ya te han metido emocionalmente en todo el ajo. Hay que reconocer que el haber quitado o variado ciertos elementos que están en el texto para la puesta en escena es todo un acierto. Son dos lenguajes distintos y lo que es prodigioso en el texto, al ponerlo en pie seguramente habría funcionado de otra forma. Como la voz de Federico. Esa voz es necesario que está ausente. Porque la callaron. Y callada ha quedado para vergüenza de sus asesinos. Federico está y vuela por la escena pero es infinitamente más dramático y real NO escucharle. 



Toda la puesta en escena es de una sutileza, de una profundidad, de un dramatismo y de una hondura de sentimientos asfixiantes. Las miradas entre ellos, su acercamiento reticente y necesario, el ritmo de la acción, los focos, los silencios, los contactos físicos y emocionales son una maquinaria de relojería hipnótica. Y de nuevo el poder sanador de la palabra. La palabra elegida, la precisa. La elección de las palabras como artista y como ser humano tiene consecuencias. Aquí vuelven a tener un poder sanador. Lo nombrado se convierte en real, en terrenal (como en "Los brillantes empeños"). Por eso hay que carnalizar el amor de Rafael y Federico.  Ese poder brutal de la palabra, de lo dicho, de lo compartido, de lo valorado, de lo vivo es lo que nos salvará. Es necesario para que "nadie pueda desaparecer del todo".  Sobriedad, lirismo, emoción, sutileza, respeto y un profundísimo sentido del amor y de la justicia inundan la elección de Messiez. y a mí me lleva de la mano a esos terrenos dolorosos de la transcendencia emocional de un amor, a la necesidad de haber amado y de haber sufrido por algo. 



Elisa Sanz nos regala una escenografía acojonantemente bella y seca. Paloma Parra unas luces que no pueden ser más dolorosas y que convierten la escena en un cuadro de Mantegna. Y Ana Villa un espacio sonoro cruel y envolvente. Bravo por todas ellas.



Daniel Grao escucha, sufre, mira, siente, vuela, recuerda y ama de una forma espectacular. No puede estar mejor ni hacer cosas más difíciles. Calla lo que no debe decir, escucha y se empapa de lo que oye y descifra. Sus silencios son oro puro difícil, duro y seco de cojones. Es absolutamente prodigioso su nivel de profundidad y de buceo en los sentimientos para llegar a la depuración y sutileza de lo real. Llora y se rompe cuando literalmente NO PUEDE más. Y viaja de la sequedad del que sabe que tiene la razón hasta el desgarro del amante culpable de haber llevado a la muerte a su amor oscuro y de ahí a la frialdad del miedo al vacío de  ese "Nadie puede desaparecer del todo, ¿verdad?" que debería pasar a la historia del teatro universal. Impresionante. Devoción eterna por este actor inmenso.



Nacho Sánchez me dejó boquiabierto. Su monólogo de arranque es sobrecogedor. Y de ahí parriba. Domina completamente el espacio, el ritmo, la progresión, la contención, la inocencia y la entrega. Es generoso con su compi y con la función. es niño, añora a su madre, se desconcierta con la guerra, admira a su rival, vive en la tierra y se ensueña de una forma que te hiela la sangre. El momento "me gustaría tocar en un teatro" te estruja el corazón y abre la compuerta de las lágrimas imparables. Nacho le da una fragilidad y una belleza a cada cosa que hace o dice inmejorable. Y esos ojos indominables tienen una profundidad y un poder que te agarran y te llevan a donde él quiere, dentro de su alma, a sus recuerdos o a sus temores. Los ojos de Nacho son una bomba atómica que maneja con respeto y con un nivel de verdad apabullantes. Y rizando el rizo... ¿no podrían ser los ojos de Federico? No me digas que no.




Y llego al momento ese al que llego a veces cuando escribo. Ese momento en el que debo parar de escribir porque vuelvo a ser un manojo de lágrimas y de hipo incontrolable. Sólo puedo decir que la belleza y el dolor que produce esta función no se pueden expresar ni compartir con palabras. Hay que vivirlas allí, sentado encima de una camisa manchada. Una camisa que podría ser la de Federico o la de cualquier asesinado que sigue esperando que se haga justicia con ellos y les saquen de la cuneta. Aunque a pesar de los malvados sigan vivos, porque afortunadamente "nadie puede desaparecer del todo".                  

1 comentario:

  1. no se podía decir mejor. Acabo de llegar del teatro y sigo todavía sobrecogido ante tanta belleza de texto, dirección e interpretación. Ante tantas cosas feas, sigo pensando que el teatro me reconforta con el ser humano y esta obra más.

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