jueves, 8 de septiembre de 2016

El pequeño poni. Teatro Bellas Artes.

No me gusta el término "diferente". En el fondo supone aceptar que hay una norma o un uso habitual del que alguien o algo se sale. Y yo creo que no existe la normalidad, ni la regla. Creo profundamente que todos somos distintos, afortunadamente distintos y únicos. Todos uno y exclusivo. Por eso no hay nadie "diferente". Por eso cuando leo comentarios sobre "la defensa del diferente" me quedo un poco al margen. 




"El pequeño poni" está dedicada a Grayson y a Michael, niños que fueron arrastrados al suicidio por llevar a su cole una mochila de la serie de dibujitos infantiles e inocentes "My little pony". Los coles del mundo han estado y están repletos de crueldad. Los niños imagino que en su afán de autoafirmación dentro del grupo tiende a buscar el resquicio desde el que fortalecerse agrediendo al raro, al distinto, al que tiene algo que no es como la mayoría. Hay quien lo llamaría "personalidad" o simplemente una falta de sociabilidad tan fresca y natural como cualquier característica humana. El gordo, el feo, el gafotas, el que no juega al fútbol, el que no pega, el que tiene pluma, la que tiene pluma, a la que le gusta el fútbol, la que pega... Cualquier excusa es buen para marcar al otro y distanciarlo de ti y de tu pequeño mundo recién creado. Incluso ahora que los niños van al cole con gente de todos los colores y para ellos la mezcla es natural.




Hace tiempo que pienso que Paco Bezerra es un ser con un microscopio en los ojos. Donde los demás vemos un parque con críos jugando y familias sonrientes, él es capaz de distinguir dieciséis capas de podredumbre, de conflictos, de miserias humanas, de crueldades y de chunguerío. Aquí Bezerra nos presenta a una pareja, Jaime e Irene y a su hijo ausente, Luismi. Ellos, pareja aparentemente feliz, sonríen, juegan, vacilan, viven relajados. Hasta que comienza el drama. Pasito a pasito Paco va destapando capas de suciedad y de intereses ocultos. El viaje de los personajes no es tanto en lo que les ocurre, que también, sino en cómo se enfrentan a lo que les ocurre y que aflora de ellos mismos. Es un auténtico ejemplo de dramaturgia. Podemos ver poco a poco cómo Irene descubre sus razones y cómo Jaime nos acaba enseñando sus por qués. Su trayecto como personajes va de la sonrisa al desmoronamiento más absoluto. Ejemplar y perfecto el trabajo de Paco Bezerra, sin duda, un autor con una capacidad infinita para traspasar la realidad.




Luis Luque es un maestro, eso es algo sabido y comprobado. En este caso se sitúa en el lugar casi de un entomólogo. Observa el embolao desde fuera, coloca a los personajes (Luismi incluído) en la placa de Petri del escenario y comienza a diseccionar fríamente a esos dos especímenes bajo la mirada mutante de la criatura. Consigue además una cosa que sucede pocas veces en un escenario. Y es que el aire pese. El ambiente relajado del principio va ganando densidad según pasan los minutos y los marrones y poco a poco se va volviendo irrespirable, asfixiante, casi sólido. Y no es una figura, yo lo viví como algo casi físico. Mueve y deja quietos a los actores para conseguir en cada momento la reacción exacta en el público y ha colocado el listón emocional tanto de María como de Roberto en el punto exacto para componer de forma detallista cada momento. Incluso los cambios, que quizá sean formalmente lo que más descoloca, sirven para respirar y tomar un poco de oxígeno para ser capaz de seguir. Luis logra una vez más destrozarnos el corazón colocándose en el sitio preciso, justo donde él es capaz de controlar la situación y rompernos a nosotros el corazón y los esquemas.

Decir Luismi Cobo es decir genialidad. La música que ha compuesto en esta ocasión le ha salido desde el centro mismo del universo. Nace del dolor y de la infancia y recorre tus recuerdos hasta llegar a ti, ser adulto. Eso es algo que sólo consigue la música y Luismi es el mago de las emociones y de la música. Cada nota es un dardo y cada momento, una cicatriz.
Almudena Rodríguez viste y Juan Gómez-Cornejo ilumina y ensombrece la escena. Luz, sombra, ropas, mugre, pliegues y materiales parecen vivos. 
Monica Boromello es una poetisa de la escena, lo ha demostrado mil veces. Esa luna... ese universo... Aquí crea otro elemento vital para comprender este mogollón. Un espacio único, una mesa, tres sillas y una butaca. Poco más. Dos puertas, o dos trampas, o dos madrigueras. Un salón de una frialdad sospechosa. Hasta que descubres la personalidad de esa escenografía. El salón es un bunker, con esas paredes de hormigón donde viven felices tres seres aparentemente cálidos pero agazapados en su cobijo emocional. Cada uno y los tres viven en un bunker inaccesible. Sin habitaciones, no hay, no se ven, solo se medio intuyen pero por lógica. Sin puertas, sin entrada ni salida, ni escapatoria. Un puto bunker. O un mausoleo. Aunque, gracias la giro maestro final de Bezerra, el bunker se convierte milagrosamente en un castillo donde viven los reyes que guardan las piedras de la armonía (de la armonía, tócate los cojones) y el hormigón se vuelve piedra y el bunker se vuelve castillo. 




María Adanez sigue disfrutando de un momento dulce. En esta función seca, dura y "cotidiana" cualquier milímetro de más canta mogollón. Ella consigue estar sobria, amargada, doliente, preocupada, culpable, dictatorial, maternal, cruel, fría, desnuda y vacía sin hacer gran cosa, sólo manejando la verdad, la mesura y el trabajo con su compañero. Claro que su compañero es Roberto Enríquez, con eso está todo dicho.




Con Roberto me pasó una cosa curiosa. Es conocida mi devoción por su trabajo y su forma de trabajar. Pero le otro día, en un momento dado me di cuenta de que Roberto tiene un don especial. Roberto no sólo es de los mejores actores del planeta, sino que hay algo en su interior que es inexplicable. Su cuerpo, su forma de moverse, de expresarse, de generar, de recibir, de mirar, de escuchar, de crear y recrear, todo en él es TEATRO. Es algo que se tiene o no se tiene, y Roberto lo tiene y lo es. No sé, igual parece una bobada, pero al ver a Roberto el otro día vi que él es teatro. 
Lo que hace... en fin... sólo alguien sobrenatural es capaz de escalar a eso niveles de implicación y desde ahí desplomarse al abismo del dolor en dos segundos. Si alguien piensa que lo que hace Roberto es fácil... que intente hacer algo parecido y salir indemne. No hay palabras. Si en su Fausto antológico bajo las manos milagrosas de Pandur hizo un trabajo de esos que deberían pasar a la historia del teatro, aquí vuelve a demostrar que el riesgo emocional es algo que le pone. Y a nosotros. Porque desde el minuto dos, yo no soy capaz de mirar a Jaime y no romper a llorar.       

SPOILER.
Paco Bezerra consigue que escapemos del dolor de vernos en ese escenario con la mejor opción posible. La magia. La única que puede ayudar a que el dolor insoportable de ver consumirse a un ser inocente sea minimamente llevadero. Y es que todos nos hemos visto en alguna movida de esa calaña. Como observadores, como víctimas o como verdugos. ¿O no es verdad que a todos nos suena algo así? ¿No hemos visto o estado en medio de alguna de esas "cosas de chiquillos? 
Ese giro, esa salida de la realidad es la única escapatoria que como seres humanos sufrientes somos capaces de soportar. Porque en este juego es imposible no posicionarse, no tomar partido por Irene o por Jaime, no simpatizar con ellos, no comprenderlos, aunque al hacerlo, sin querer estemos siendo tan parciales y tan crueles como lo son ellos. Porque tomar partido es elegir, decidir y de lo que habla "El pequeño poni" es de dejar volar.    

1 comentario:

  1. Precioso artículo, con lo durísimo que es el tema, tratado con ese amor.... Gracias David

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