Y comienza el espectáculo. Lo anterior también cuenta, pero aquí empieza la pesadilla.
Con movimientos que alternan ritmos frenéticos con movimientos casi a cámara lenta, Ángel Ávila recrea la lucha entre el ser impulsivo y primitivo y el juez que mide y coarta esa libertad. Realmente se recrean imágenes que son Bacon tal cual. Y esa lucha extenuante pasa por mil estados de ánimo y mil imágenes impactantes bajo las notas de Vivaldi y Mozart.
Interactúa con cuatro objetos que tiene escondidos en la urna y poco a poco, el metacrilato se empaña, los golpes de sus pies retumban por la sala y tú te quedas pegado viendo cómo Ángel sufre.
El momento más brutal es cuando saca una probeta y poco a poco recoge en ella el sudor que chorrea por su cuerpo y lo pega a una pared de la urna. Ahí queda el producto de su trabajo. Igual que los recuerdos quedan en tu memoria. Ángel literalmente se ha dejado los huevos ahí dentro, y tu cuerpo comienza a relajarse. Sale, se seca, se viste y se va. Y efectivamente ahí quedan su sudor y tus recuerdos.
Quizá no sea el espectáculo más original del año, pero impacta y te deja pegado. Y los recuerdos y las imágenes siguen en tu mente cuando sales a la calle, agotado, como si tú hubieras hecho parte del ejercicio que ha hecho Ángel. Será porque te ha llevado con él todo el rato. Y enfilas la calle Pradillo tarareando "Ah, ich fühl's" mientras agradeces de nuevo al Teatro Pradillo por haber llevado otro espectáculo de los que sólo se ven allí.
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